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Conociendo el arte de los títeres en Colombia

Escrito por: Consuelo Méndez y César Álvarez

CAPÍTULO III


ÍDOLOS TUNJOS, MUÑECOS, MÁSCARAS Y BASTONES EN COLOMBIA


El territorio colombiano, ubicado justo en medio de las grandes culturas prehispánicas, fue escenario del desenvolvimiento de pueblos muy diversos que aunque no alcanzaron los mismo avances científicos y tecnológicos de Incas, Mayas y Aztecas, sí lograron destacados niveles de desarrollo de orfebrería, cerámica y estatuaria.


La diversidad, que aún hoy es una de nuestras mayores riquezas, fue posible gracias a la heterogeneidad de nuestro territorio; valles, montañas, llanuras y costas, dieron lugar a formas diferentes de vida, a múltiples maneras de apropiación del medio ambiente y marcaron también la diferencia en las técnicas, materiales y estilos de lo que podríamos llamar hoy la producción artística de todas nuestras culturas.

Pero si hay algo que las une es la enorme riqueza de su universo mítico religioso del que hoy, siglos después, dan testimonio las grandes esculturas monolíticas o las diminutas y preciosas piezas de oro que nos hablan de sus muertos, sus dioses, sus ofrendas y rituales.


Taironas, Sinúes, Quimbayas, Calimas, Tolimas, Tumacos, Muiscas, así como las culturas que habitaron en Nariño, San Agustín y Tierradentro, nos han legado un universo mágico poblado de las bellas y curiosas figuras en las que los animales se confunden con los hombres, las aves con los peces, la imaginación con la realidad, lo humano con lo divino.


En algunas de esas ricas y diversas piezas a las que nos referiremos, pues su complejidad nos da la certeza, que fueron usadas como ofrenda o vehículo de los dioses o, fueron los dioses mismos objetividad en el oro, la arcilla o la piedra. Tunjos, muñecos, bastones y máscaras, son pues objetos dotados de un alma, figuras animadas se constituyen en Colombia en las manifestaciones más próximas de los títeres hispánicos.


1. ÍDOLOS Y TUNJOS EN LOS MUISCAS


Al decir de los cronistas españoles, los Muiscas eran idólatras. Tenían infinidad de dioses, pues además de los que se adoraban colectivamente como el Sol Sue y la Luna Chía, cada uno podía crear sus propias deidades para que lo protegiese y ayudase en cada una de sus actividades.


Bochica dios de los caciques y capitanes; Chibchacum, de mercaderes y labradores, Cuchabiba, patrón de las mujeres de parto que personificaba el arco iris, Bachue, Nencatacoa y otras deidades habitaban el cielo de los Chibchas y a cada uno de ellos se adoraba en sitios diferentes y se les obsequiaba con múltiples ofrendas.


En cada uno de los "pueblos" tenían los indios templos adoratorios en los que se rendían homenajes a sus dioses, excepto al Sol, al que adoraban al aire libre pues tanta majestad no podía encerrarse en ningún muro. Los templos eran por lo general "bohíos muy ordinarios, tenían el suelo cubierto de espartillo blando y estaban llenos de barbacoas y apoyos a la redonda donde ponían varias figuras grandes y pequeñas hechas de oro, cobre, madera, arcilla, hilo de algodón y cera, que representaban sus falsos dioses. Estas figuras comúnmente mal hechas, eran siempre colocadas por parejas, varón y hembra y les ponían cabelleras, colas a algunas de ellas y las envolvían en mantas".

Además de los grandes dioses adorados en los templos, poseían los indígenas en sus casas numerosos dioses, lares, los cuales habitaban en pequeñas figuritas y estaban destinados a atender las más diversas necesidades. "Estos ídolos eran todos pequeños, cuando más medían una cuarta; los hacían de oro y si el indio era muy pobre los tenía de barro o madera, con un hueco en el vientre dentro del cual ponía oro y esmeraldas. Los guardaba con tanta devoción que los llevaba consigo a todas partes en una esportilla colgada del brazo. Era usual también, que quien recibiese la investidura de jeque, heredara los ídolos de sus padres y sus abuelos".


Los ídolos eran sus intermediarios ante los dioses y a través de ellos solicitaban sus favores a cambio de los cuales ofrecían diversas figuras que eran representaciones esquematizadas de personas, animales y/o cosas, fundidas en oro, tumbaga o cobre, que tradicionalmente se conocen con el nombre de Tunjos, vocablo derivado de la palabra chunso, que significaba ídolo o figurilla de oro u otros materiales elaborados por los chibchas.


Vicente Restrepo en su libro "Los Chibchas antes de la conquista Española" afirma que existe una clara relación entre la persona que realizaba la ofrenda y el tipo de objetos que obsequiaba, así por ejemplo un guerrero ofrecía de preferencia un hombre armado de una tiradera, mientras que una mujer ofrecía la figura de su sexo o si era madre una figura con un niño en los brazos. Cierto o no lo que sí es evidente es la diversidad de temas, formas y figuras que adquieren los tunjos: Se encuentra alguno que representa un guerrero con una tiradera armada a punto de disparar el dardo y una jaula; otro con una vara en la mano derecha en cuyo extremo superior están atadas dos aves que se miran; otros, que llevan objetos diferentes en cada mano, y hasta algunos que "llevan en sus manos colocadas en frente a su rostro una máscara pequeña, lisa escuetiforme, de boca y ojos prominentes y nariz triangular".

Las ofrendas de Tunjos y demás ofrendas zoomorfas se hacían a los dioses a través del jeque, nombre que los españoles dieron a los sacerdotes muiscas, originalmente llamados Chycuy. Es justamente en la ceremonia de ofrecimiento oficiada por el sacerdote, en la que podemos apreciar un acto de manipulación de los objetos muy semejante al que se realiza en la actual representación del teatro de muñecos, ya que el oficiante eleva la figura y a través de ella comunica a sus dioses la necesidad que tiene quien la ofrece. Vicente Restrepo describe de manera muy completa este tipo de ceremonia: "Cuando un hombre o una mujer tenía una necesidad, acudía a consultarla con el jeque, a quien sólo en tales casos era permitido mirar y hablar a las personas de distinto sexo. El jeque mascaba tabaco en su bohío pretendiendo que consultaba al Demonio, y luego indicaba el números de días que debía ayunarse. El ayuno era muy severo y no se podía interrumpir aún cuando hubiese peligro de morir en él. Obligaba a la castidad, a la abstinencia de carne, de pescado, sal y ají, condimento preferido de ellos, y a privarse de lavarse el cuerpo, cuidado que tenía muy frecuentemente. Concluidos los días de ayuno, que llamaban saga, entregaban al jeque la ofrenda. Éste que también se había preparado con ayunos, se desnudaba aquella noche a veinte pasos del santuario y escuchaba primero si se oía algún ruido: muy quedo se acercaba a él y poniéndose al frente levantaba en ambas manos la figurilla de oro o de otra materia que llevaba envuelta en algodón, decía en pocas palabras cuál era la necesidad del que la ofrecía y pedía el remedio para ella. Finalmente, postrándose, la arrojaba al agua, la metía en una cueva o la enterraba, según fuese el santuario y se volvía dando pasos atrás al lugar donde había dejado el vestido. A la mañana siguiente daba cuenta de la respuesta del Demonio al que le había presentado la ofrenda expresándose con palabras equívocas, y el indio se retiraba satisfecho retribuyendo antes su trabajo con dos mantas y algún oro. Volvía a su casa, se mudaba el vestido que se había puesto para el ayuno por otro nuevo y galano, y convidaba a sus parientes y amigos a quienes festejaba durante algunos días. Bailábase, cantábanse villancicos apropiados a la circunstancia, y, sobre todo, se bebía gran cantidad de chicha".

2. LAS MÁSCARAS EN LA CULTURA PRECOLOMBINA


Asociado tanto a los actos rituales como a los más diversos aconteceres de la vida cotidiana, surge dentro del panorama de las culturas precolombinas, la máscara como otra forma de desdoblamiento simbólico.


Elaborada de los más diversos materiales y utilizado con innumerables fines, la máscara, al igual que los ídolos, muñecos y bastones, se constituye en uno de los objetos animados más importantes y frecuentes dentro de estas culturas, y por excelente cumple la tarea fundamental de posibilitar la manifestación del doble del hombre. "La máscara es ante todo comunión, vehículo que sirve para cambiar de personalidad, para mutarse y confundir en una sola entidad los vínculos con el otro. Es metamorfosis o trueque del genio y figura propios, por otro genio y figura. Por consiguiente con la máscara se llega a otra realidad, advirtiendo desde luego que esa otra realidad es tan verdadera, tan cierta y natural, como la primera, trocadas o metamorfoseadas".


El hombre prehispánico, enfrentado a la naturaleza agreste y a los infinitos interrogantes que esta le planteaba, creó la máscara, la dotó de poderes y le asignó funciones para que le acompañara en los más diversos avatares de su vida. "La llevaba el guerrero para obtener la protección de los dioses, el sacerdote para ser dios, el dios para transformarse en múltiples invocaciones y el muerto para ostentar el rostro ideal en la nueva existencia".


La máscara, esa "otra cara" que se anima con el significado y el movimiento que le imprime el hombre se hace pues presente en todas las culturas precolombinas que poblaron nuestro país; cada una de las cuales puso a su servicio lo mejor de sus hombres y de su imaginación. "Porque la máscara era un objeto sagrado de cuidadosa elaboración por parte del artesano indígena, quien ponía en su trabajo especial esmero por tratarse de la materialización de los conceptos de fuerzas sobrenaturales, cuya protección se tenía por decisiva para el armónico acoplamiento del hombre con su medio ambiente físico y espiritual".

Infinidad de materiales y formas convergen en ella. Así, las encontramos enormes, esculpidas en los grandes monolitos de San Agustín cubriendo el rostro de un sacerdote que la sostiene mediante un palo que sujeta entre sus manos y que por sí misma evoca la imagen de un verdadero títere. Pero también la podemos hallar diminuta trabajada en otro oro con increíble minucia dentro de la cabeza de alfiler de los Calimas, en los que aparecen enmascarados, cuya careta se puede retirar para dejar ver la cara. Elaboradas en cerámica y multifacéticas se pueden apreciar en los Calimas, Tierradentro, Nariños y Tumacos, en donde éstas alcanzaron un destacado perfeccionamiento; también en cerámica se les encuentra dentro de los Pijaos, quienes, propio de su carácter guerrero, las elaboraron con la piel de sus enemigos; por su parte Muiscas y Quimbayas, pusieron al servicio de la máscara sus más altos conocimientos de la orfebrería.


Universal pero múltiple y diversa, la máscara estuvo y está presente en cada rincón de nuestro territorio, tras ella se esconde el rostro, pero gracias a ella no podemos conocer la verdadera expresión de los hombres: "Nueva fase externa retrata al hombre en su faz interna. Paradójicamente es la verdadera cara de los pueblos. Ideada y realizada para encubrir temores o frustraciones, a la postre se convierte en fiel retrato, en emotiva imagen de sus portadores".


3. UNA VISITA AL MUSEO DE ORO DE BOGOTÁ


Sin duda una de las actividades obligatorias en una investigación sobre títeres prehispánicos, era realizar una visita al Museo de Oro de Bogotá. Allí se ha tratado de centralizar la orfebrería precolombina que ha logrado sobrevivir a la desmedida ambición de colonizadores, comerciantes y guaqueros que deslumbrados con el resplandor del oro, la han sometido al permanente saqueo, la destrucción y expatriación.


Pese a todo ello, allí se puede apreciar una de las más maravillosas colecciones de objetos prehispánicos, que dadas las circunstancias, debe ser apenas una mínima muestra de lo que fue la prolífica, tecnificada y heterogénea producción orfebre de nuestros antepasados. Sin embargo, la casi totalidad de piezas que allí se pueden apreciar, carecen de una documentación acerca de su lugar de procedencia geográfica exacta, así como de mayores especificaciones sobre su utilización y significado. Sin duda la arqueología, la etnología, la paleontología y demás ramas afines, han realizado prodigiosos aportes en el estudio e interpretación de la producción orfebre en nuestro país, pero una buena parte de ella, hoy día casi es un enigma.


Ver el Museo de Oro con otros ojos, fue algo sorprendente. En nuestra nueva visita habíamos dejado de ser los transeúntes que se deslumbran con la presencia de un tesoro y se regocijan con su belleza. Éramos dos cuidadosos observadores tratando de encontrar allí lo que podían las raíces milenarias de un oficio. Ahora veíamos, pensábamos como titiriteros, y sin querer parecernos a ningún científico y guardando gran respeto por ellos y todos quienes han dedicado alguna parte de sus vidas a desvelarnos los secretos del pasado, nos sentimos con derecho de hacer una interpretación desde nuestra propia orilla de la vida. Consignaremos, sin ninguna pretensión científica, nuestras impresiones y apreciaciones sobre algunos objetos que son de interés para nuestra investigación.

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