A la llegada de los españoles, el territorio Centro y Suramericano, estaba poblado por las más diversas culturas indígenas, que diseminadas por todo el continente, habían alcanzado diferentes niveles de desarrollo.
Si consideramos como desarrollo el dominio del hombre sobre su medio ambiente, es posible pensar que la diversidad geográfica que ofrece el Continente Americano, marcó en buena parte la diversidad de las culturas y determinó niveles diferenciales en la apropiación que éstas hicieron de su habitat.
La violencia con que irrumpió “la conquista española” en nuestro territorio y las funestas consecuencias que ésta tuvo sobre las comunidades aborígenes que lo poblaban, no permitió elaborar, a través de siglos un panorama acabado, real y definitivo sobre la estructura económica y la organización social y política de estos pueblos.
Ante la devastación, la destrucción y la muerte que trajo consigo la ocupación española, no ha quedado otra alternativa que reconstruir esa parte de nuestra historia a partir de los numerosos hallazgos arqueológicos y de los relatos de algunos cronistas españoles, que desde su propia cultura nos narran, al lado de las gestas conquistadoras la manera de ser y vivir de nuestros antepasados.
Las crónicas y los vestigios materiales encontrados nos hablan de culturas con organizaciones económicas, sociales y políticas complejas, a las que igualmente correspondía un universo mítico religioso increíblemente rico, cuya diversidad era casi directamente proporcional al nivel de desarrollo de la cultura material, pues a medida que el hombre, a través de ingeniosos inventos y múltiples experiencias ganaba una batalla para asimilar su hábitat, “su sistema de creencias se enriquecía con una mitología compleja y un culto astral de ceremonia comunitario, que se realizaba principalmente en las etapas indicadoras de cambios en edad y en status de los individuos o en los acontecimientos más importantes para las sociedades”.
Es justamente el campo social y religioso, al que normalmente se asocian los ídolos, muñecos, máscaras y otras figuras que gracias a los materiales imperecederos en los que han sido elaborados o a los recónditos escondites en que fueron depositadas, han sobrevivido en el tiempo y han sido halladas en diferentes lugares del territorio americano.
De la misma manera, nuestra hipótesis sobre la existencia de títeres prehispánicos, se asocia a la existencia de esta gran diversidad de figuras que seguramente fueron utilizadas tanto en los rituales sagrados como en las actividades cotidianas pertenecientes más al campo de lo profano. Sin desconocer la importante diferencia que esto marca, creemos que en uno y otro caso, en ellos subsisten y se materializan los elementos constitutivos del concepto de TÍTERE que hemos venido desarrollando: el de ser objeto animado que pone en escena el doble del hombre.
Nos referimos en adelante, a ídolos, muñecos, máscaras y otras figuras del universo precolombino, que bien sea porque tienen una vida propia o un alma que le ha sido dada por los dioses y que se hace manifiesta en los actos rituales a través de los sacerdotes u oficiantes, o bien porque aunque sean objetos inertes, el hombre común les haya dado vida o alma, imprimiéndoles movimiento a través de sus manos y su cuerpo, se convierten en objetos animados con diferentes funciones a través de los cuales se proyecta el subconsciente individual o colectivo.
1. EL HALLAZGO ARQUEOLÓGICO EN VILLA DE LAS ROSAS. ARGENTINA.
Casualmente en 1.958, con ocasión de la construcción de una carretera en Villa de las Rosas, se descubrieron numerosas tumbas indígenas de variados tamaños, las cuales desafortunadamente quedaron semidestruidas. Eran una veintena de urnas utilizadas por los indígenas para el rito sepulcral de sus difuntos. En una de ellas, junto con dos pedazos de bronce oxidado, se hallaron dos particulares estatuillas de barro cocido; éstas, elemento idolátrico del culto indígena, representaban a un hombre y una mujer. La del hombre está de pie y mide 175 milímetros, ambas son huecas y abombadas en su parte posterior en donde además presentan un pequeño orificio redondo. El hallazgo de este cementerio indígena fue registrado por dos periódicos argentinos y se le consideró de gran importancia puesto que por diversas razones probaría la existencia en ese lugar, hace ya mil años, de una cultura muy avanzada proveniente de la región amazónica. A raíz de estos artículos de prensa arribó a la oficina del antropólogo que escribe el libro fuente de esta nota, el señor Hugo Garzón “quien deseaba una entrevista para apreciar de cerca las estatuillas de Villa de las Rosas, cuyos ejemplares había visto en el diario El Intransigente y leído las referencias en el diario La Tribuna. Pusimos en sus manos las piezas arqueológicas, a las que examinó atentamente contándonos que su abuela doña Isabla Puka, hija del cacique de las Moretas, antiguos pobladores de la provincia de Jujuy, solía referirle anécdotas vinculadas con adminículos parecidos. La señora Puka, conocía y practicaba el arte de manufacturar estatuillas de barro cocido; falleció en Abra Pampa en 1.945 ya casi centenaria. Allí había nacido y sus mayores –como también supo hacerlo con sus nietos- entretenían a los niños del lugar con figuras humanas de arcilla, las cuales manejaban mediante los dedos, haciéndolas bailar y accionar tal como si fuesen los títeres de hoy. Oyó decir también –el visitante- que únicamente esa clase de estatuillas se fabricaban con un orificio en la espalda en cuyo agujero se introducía uno de los dedos de la mano, generalmente el índice, permitiendo así moverlas incluso sobre la mesa o el piso, de pie en simulacro de hacerlas caminar. Operación ésta a la cual dio vida; el señor Garzón introdujo el índice derecho en una de las estatuillas, demostrando así como era cierto y practicable, la referencia de su señora abuela”.
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