Por: Alberto López de Mesa E.
Este artículo es un aplauso agradecido para el grupo de títeres La Fanfarria que en 2022 celebra cincuenta años de existencia.
Plausible su providencial origen, su permanencia y todo el encanto de su esencia y su existencia. Ya en 1972 jugaban diablillos hedonistas en los espíritus de Jorge Luis Pérez, Álvaro Posada, Luis Roberto Correa y Darío Rojas, jóvenes alegres e insumisos, que en el garaje de la casa de la familia Pérez Valencia, en el barrio Laureles, al ton de la tertulia, del rock y de la creatividad, fundaron Títeres el Renacuajo. Fue este el primer destello de su poesía esencial, pues el optar por los títeres como lenguaje de expresión y como arte de vida era en ese entonces una excentricidad de ociosos idealistas, sobre todo en la sociedad medellinense con su pujante desarrollo industrial y comercial. En ese tiempo, algún tendencioso se inventó que “los paisas” de ascendencia catalana dizque eran genéticamente afectos al pecunio. ¡Pamplinas! Se rebelaron, ellos en cambio, fieles al juego como modo existencial, no le dieron trascendencia a la mentalidad codiciosa de sus coetáneos y, contra viento y HOMENAJE AL GRUPO DE TITERES LA FANFARRIA EN SU QUINCUAGÉSIMO ANIVERSARIO marea, se hicieron Geppettos, trujamanes, demiurgos, chamanes birlibirloqueros, titiriteros.
Se sabe que los antecede el auge cultural desde Epifanio Mejía, Fernando González, León de Greiff, Débora Arango… y en su momento vanguardias poéticas y teatrales, el nadaísmo y el teatro universitario. Más el espíritu titiritero no necesariamente es resultante del contexto cultural, lo animan potencias subrepticias por fuera de las normas. Dicen que el garaje era un punto de encuentro de intelectuales y artistas, una suerte de estancia cultural en el modesto barrio Laureles, de hecho allí se da la alianza creativa con José Manuel Freidel, teatrero de espíritu y oficio. Con él se mudan del garaje familiar a una casa en Villa Hermosa, también cambian el nombre piñatero por ‘LA FANFARIA” más altivo, más diciente. Pero optar por el arte de los títeres no es solo el resultado obvio de un devenir histórico, los titiriteros son seres de la inefable dimensión, juguetones, de espíritus fantasiosos, de eterna niñez. Entonces, dado que el teatro era el lenguaje de José Manuel Freidel, con mañita de niño, Jorge Luis le metía títeres a las obras de Freidel en las que actuaba; también montaba por su cuenta obras de títeres, inicialmente números de variedades y números de circo.
La obra “Los Buenos Vecinos”, es su presentación en sociedad, la primera que les contratan, en ella, hacen bufa la moralidad y la mentalidad que seguramente les reclama sensatez y pragmatismo. Siguen “Sol solecito” y “Constelaciones” en las cuales ya muestran técnica y carácter profesional, por lo mismo les merece el aplauso de su ciudad y de todo el país. Plausible que viajen a París representando los títeres colombianos. Duraron quince meses, luciendo su acento y su gracia ante la niñez y la gente francesa, como una revelación más allá de lo exótico. Fueron cinco y volvieron tres, cuenta Jorge, acaso los picados del bicho titiritero, cuyo veneno no tiene antídoto. Y no volvieron con la fartedad de mostrarse cosmopolitas, imponiéndose a la fuerza las formas que apreciaron de las vanguardias titiriteras francesas, más bien afianzaron lo oriundo de su esencia, más latinoamericanos, más colombianos, más antioqueños que nunca, he ahí su universalidad, su originalidad.
Es en la obra “El Negrito aquel” donde vierten todo el acervo poético bruñido en la plenitud de la madurez artística: su plástica de efervescencia bucólica como una pintura de Paul Gauguin, la imaginación fantasiosa del protagonista animado en la técnica bunraku, con ternura conmovedora. En esta obra ya es sublime la inocencia, lo lúdico en la poética titiritera, identidad del grupo La Fanfarria.
De suerte que a la vuelta de París, la amorosa Ana María Ochoa, cuenta Jorge Luis, había terminado su carrera, por lo cual además de tiritera en cuerpo y alma, ofició como administradora y empoderada, como dirían las feministas de ahora, se apersonó de prestar su tenacidad y su saber para que el grupo fuera una empresa, una forma de vida al servicio del bienestar y la ensoñación de los integrantes. En ese empeño existencial pusieron lo suyo Álvaro Posada, Ernesto Aguilar y por supuesto el chamán mayor Jorge Luis Pérez. Como grupo, logran adquirir la casa en el barrio La América, donde ilusionados, a pulso, como se consuman los sueños, hicieron la sede, crisol de ingenio, sala de teatro, ágora y santuario para el ocio creador, para el rito escénico. Tanto arte, tantas risas, tantos medellinenses encantados, motiva a que la municipalidad declare la sede la Fanfarria patrimonio cultural de la ciudad. Plausible que desde las últimas décadas del siglo XX y lo que va de este, se hayan mantenido como grupo, como en el rock los Rolling Stones. Sin los aspavientos de la compañía comercial, cuando la economía neoliberal, rótulo del capitalismo garoso, impone la subsistencia a codazos incluso en el mercado del arte. El logotipo del grupo contiene la alegoría que explica su manera de relacionarse con el mundo: el dibujo de la niñita que juguetona se levanta la falda para, mostrándonos el trasero para emitir por el culito la jubilosa Fanfarria irreverente y libertaria.
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