Gilberto Bello
Un grupo de niños de sonrisa amplia, moviéndose como un ave que planea sobre el infinito, atraviesa el vestíbulo que separa la puerta de hierro del teatrino. Están listos para una función en la Fundación de Títeres y Teatro La Libélula Dorada. Adentro con la cara pintada y disfrazados, César Álvarez Escobar y su hermano Iván Darío preparan sus muñecos, para brindar a los más chicos la oportunidad de ingresar al universo de la imaginación y la sensibilidad.
En pleno barrio Alfonso López habitan más de quinientos muñecos en una especie de sarcófagos de metal, o en el taller; algunos duermen en amplios sacos de plástico. Son los hijos de los titiriteros: una suerte de personajes que cobran vida en la mano mágica de los predisgitadores de un oficio que animó, desde tiempos inmemoriales, la conciencia estética y creativa de todos cuantos se arriesgaron a detener sus pasos en una plaza animada por animales, peleas, carreras, persecuciones, amenazas y graciosas secuencias de vida. Historias tan cercanas a lo cotidiano, que parecen la metáfora más rotunda de todas las tristezas y alegrías momentáneas.
Los títeres asoman desde un fondo negro y cobran vida. Entonces, como dice un pequeño en el auditorio, “son de verdad y se parecen a nosotros”.
Allí está la creación: en el movimiento de la señora culebra, de la señora rana, del gusanito burlón y del sapo que tirita, muerto del miedo, cuando tiene que pasar por un puente movido por un viento cálido que le produce escalofríos en la nariz.
Todo es divertido y, algunas veces, angustioso. Ninguna figura más poética que la de un niño viendo los muñecos: las manos crispadas sobre la silla, los ojos abiertos y expectantes, la boca a medio abrir. “Me siguen. Alguien me sigue”; y el grito al unísono: “¡Síii!” El teatro se inunda de voces y de despedidas, coros y gritos de apoyo: todo esto lo crea, en cada espectáculo la Libélula Dorada; en un teatrino tapizado de negro, de alto techo y luces que se mueven como espectros amistosos, cuya tarea es cobijar los muñecos de colores y sus gracias sobre el escenario.
El mundo es, para los niños, el universo lúdico y maravilloso de la emoción. Salen alegres, sin dejar de reír, Una niña, finalizada la función, corrió a felicitarlos; cuando ingreso al territorio de los muñecos, se encontró que estaban quietos. Pregunto a su madre: “¿Por qué están muertos los títeres?”
Toda esta historia de maravilla cotidiana nació en la mente de dos jóvenes que vivían en el municipio de Fontibón. Su imaginación flotaba cuando hacían imitaciones y nació en ellos la idea de ser actores. Pero eran demasiado tímidos para dejarse ver de cuerpo entero sobre un escenario, así que optaron por esconderse detrás de los muñecos. En esa lucha cotidiana completan casi treinta años. Maestros de la diversión, crean, producen, escriben, animan y reparan sus muñecos enfermos en un taller que ocupa un espacio oscuro en el 51 – 69 de la carrera 19.
Una vez finalizada la función y mientras organizan sus objetos, y los muñecos muertos de cansancio y sin vida reposan sobre el suelo, los titiriteros salen del teatrino; pero no se sabe a ciencia cierta si son los hermanos Álvarez o dos títeres escapados de sus nichos y dispuestos a gozar con los niños: “En la risa de cada niño habita la esperanza de los títeres; es el alimento para resucitarlos y hacerlos volar, como libélulas al viento”.
Precisamente, buscaban un nombre y querían huir de la retórica, y se acercaron a un ser alado asociado a la libertad: un nombre sonoro. Encontraron, después de mucho buscar, un insecto que vuela contra la lógica – como un verdadero artista -, y se enteraron de que cuando a la libélula le crecen las alas empieza a morir, sin perder el rumbo de su vuelo asombroso. Nace en el agua: agua de vida, vida de canto, canto de gracia, gracia de sonreír y de disfrutar. Son prehistóricas: eran tan altas como los titiriteros (algunas median más de dos metros). De mayor tamaño son los espectáculos de los libélulos dorados, hijos del caballito del diablo, “el primer librepensador de la historia”.
La experimentación y el estudio, permanentes a todo lo largo de sus vidas, se ven reflejados en los espectáculos. Mucha agua – y mucha imaginación – han pasado bajo los puentes del arte, hasta consolidar uno de los grupos de títeres más importantes de América Latina. Atrás quedó Préstame tu sombrero, primera obra del grupo. Con ella y otros pequeños trabajos iniciaron su viaje por los sitios más insólitos. Eran los años de la agitación y la esperanza, de la emoción y conmoción de las conciencias; tiempos en los que artistas y pensadores, poetas y novelistas, gente del teatro y del incipiente cine se unían a grupos de la población excluida y con ellos cantaban por un país mejor, lejos del caos y la violencia.
Los títeres siguen vivos porque es necesario que su carga simbólica y poética se convierta en un oasis en medio de la crisis que nos atraviesa de costado a costado. La Libélula Dorada, conducida por verdaderos autores – plurales mentalidades que dominan los aspectos más complejos de la dramaturgia – siguen en la tarea de animar sus muñecos de guante, de guiñol, de varilla; también han incursionado en el sutil y fantástico universo de las sombras chinescas, con el propósito de afirmar cada día la razón de existencia del titiritero; es decir, un iniciado en la práctica de los sueños realizados, un profesional de la ilusión, un pedagogo de la sensibilidad y, podemos agregar, el cultor de un arte milenario elogiado por Peter weiss, Bertolt Brecht, Tadeus Cantor, Antonin Artaud y muchos más.
Por ello, aunque muchos no lo crean, ni es un arte menor ni se concentra únicamente en el universo infantil; tampoco es un arte clandestino. Nada de eso. En cada época fundamental de la historia del arte del teatro de títeres y de marionetas ha hecho presencia, han formado parte de la cultura de las elites. Los títeres se han sentido a sus anchas en la plaza pública, la fiesta y el carnaval. Fueron protagonistas del Barroco en Italia, gritaron lemas durante la Ilustración en el periodo de la transformación económica de Inglaterra y estuvieron, con ojos vivaces y movimientos radicales, durante la recuperación del sujeto perenne en el Romanticismo alemán. Algunos teóricos afirman que es la expresión más alta de la metáfora: la presencia que agita el alma humana, y la pista estética más cercana a la idealización de la vida y del sombrío destino de los seres humanos.
En las obras de La Libélula Dorada subyace una fidelidad profunda a la espontaneidad y la creatividad. Aunque los hermanos Álvarez puedan creer que el arte no sirve para nada, asumen la responsabilidad más allá de las modas y las circunstancias precarias. Una contradicción que trae a la mente los ideales anarquistas, algo así como la metáfora de quien busca la luz a sabiendas de que jamás la va encontrar: en esa intención, sin embargo radica la grandeza, la función del arte, la utopía sin anacronismos, el deseo de perfección, el antes de cualquier poder, la sensibilidad de buscar la libertad, un sujeto que le da sentido a la vida porque cree en la dinámica de la cultura y en el privilegio de la ética.
Con estos principios se mueven los títeres y sus ejecutantes en la Libélula: vuelan, pasan y rozan el firmamento, ríen y lloran, cabalgan por el infinito. Una suerte de pegasos hirientes con alas de retazos, ojos desorbitados y cuerpo de espuma engrandecida: “Alguien nos persigue. No importa, sigue cantando: con la canción se aísla el miedo y el corazón late con más fuerza”.
Los creadores de Los espíritus Lúdicos – homenaje al niño y al juego -, El Dulce Encanto de la Isla Acracia – remembranza de la utopía - y ese Chivo es Puro Cuento – tributo a Manuelucho, campesino caldense de extraordinaria inteligencia, cultor del títere popular – siguen en la brega; y preparan un gran festival para el mes de octubre, al que asistirán destacados grupos de América Latina. Mientras tanto, preparan el montaje de El romance de la niña y el sapito.
Con su pinta de espadachines heroicos y la convicción de los creadores testarudos, dos hermanos, dos vocaciones, se montan a su cuerpo los muñecos mientras en la platea los niños se agitan, porque saben que ingresarán a una ceremonia inolvidable y profunda.
La Libélula Dorada despliega sus alas y muere al oscurecerse el escenario. Nadie sabe que en sus cajas o en las bolsas de plástico los muñecos, cada noche, en compañía de la reina Mab y con alfileres mágicos, remiendan las alas doradas para volar a plenitud en una nueva función en la que la vida renace en los pasos de la señora serpiente y en el miedo del sapo hablador que finalmente logro atravesar el puente pero se dio cuenta de que, por desgracia, muchos otros puentes lo esperaban.
Texto publicado en la Revista Cultural Horas. Agosto del 2005.
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