Dedicar la propia vida a la creación artística es estar constantemente reflexionando sobre nuestro quehacer, nuestros procesos y nuestras intenciones. En nuestra entrada de hoy, compartimos las reflexiones de Iván Darío Álvarez sobre estos asuntos, precisamente en cuanto a la puesta en escena, originalmente publicados en la Revista Teatros en 2006.
Pensar en una obra de arte es de hecho aspirar al máximo de calidad. Sin duda para que
la obra de arte se cumpla tiene que existir un sello distintivo de calidad. Esa apuesta por
la calidad es un desafió que atraviesa nuestra vida creativa como una constante crisis.
Para que la calidad se de en una de nuestras obras tienen que sumarse varios factores
que son los que constituyen la totalidad, es decir, el armazón final que va poder ver el
público y al que nosotros debemos poner atención hasta en sus más mínimos detalles.
Este saber componer y administrar los diversos recursos que demanda un espectáculo
teatral, es lo que en últimas quedará expuesto ante los ojos críticos del público profano
o experto. En estas instancias de auto-exigencia la calidad en nuestro teatro de títeres
casi siempre pasa en primer lugar por el filtro de la escritura, esto es, escribir o elegir un
buen texto que ponga a prueba toda nuestra capacidad de invención y cuyo punto de
partida contenga un lenguaje propio y específico del teatro de muñecos.
Es preciso entonces que el escritor que ofrece esta matriz, conozca las entrañas técnicas
de los muñecos, para que pueda fabular y crear un entramado metafórico, que solo el
mundo simbólico de los títeres pueda traducir en la puesta en escena. El texto es para
nosotros una hipótesis de trabajo inicial que se convierte en el vientre gestor de un
proceso. Es por eso que se requiere que quien escriba o adapte un texto, conozca más o
menos bien los recursos narrativos y visuales del teatro de títeres. No es suficiente con
que sepa escribir con cierta habilidad o buen estilo literario. No quiere decir que esta
cualidad no sea importante, sino que ese don será tan solo una parte de los atributos en
las exigencias de calidad de este tipo de escritura tan singular. Quien escribe con esa
plena conciencia titiritesca sabe que esta poniendo altísimos retos a los diseñadores, a
los constructores, al director y a los animadores o interpretes de sus figuras ficticias o
personajes.
Hablamos también de calidad cuando esa materialidad del texto sugiere de entrada un
mundo atractivo y plástico, que muchas veces va más allá de lo humano y que por tanto
contiene una sustancia mágica, fantástica o poética, que debe escribirse bajo el control
de mando de otra lógica que va igualmente más allá de lo real.
Para mí como dramaturgo de títeres y como director es esa entraña la que va a permitir
que esa simbiosis entre el texto y la puesta en escena sea fecunda. Esto quiere decir que
el escritor para títeres escribe siempre pensando en la puesta en escena, ya que este no
es solo un problema del director o los actores, sino de todos los implicados en la
totalidad de la construcción dramatúrgica. El escritor dramático moderno sabe que él no
construye todo el andamiaje escénico, pero por lo menos ha de proporcionarle unas
bases funcionales, posibles, que puedan reacomodarse en el montaje y ser objeto de
múltiples transformaciones o de motivos para la recreación.
Esa dificultad de esta suerte de escritura, que requiere un instinto escénico va más allá
de las bellas frases y la elegancia de las palabras, y es una pasaporte necesario para ir en
busca de la calidad, la que afortunadamente es imprevisible y no obedece a formulas
mecánicas, sistemas o método alguno.
Por otra parte el teatro de muñecos se presenta al público a través de imágenes en
movimiento y el demiurgo tiene que crear las formas visuales que encarnarán sus
criaturas, sus máscaras trágicas o cómicas, las ilusiones ópticas de esa otra realidad que
atraviesa el espejo, a través de la forma de los fantoches, es decir, de esos seres
artificiales e inspiradores por cuyas venas circula la sangre de los sueños en el
escenario. La calidad de su diseño, el ingenio en su construcción y la facilidad o la
gracia de su animación, darán crédito al espectador de que esos seres imaginarios
podrán despertar en él las emociones de esa vida vivida en el espacio vacío, territorio
libre y efímero del sueño, lugar que colonizan los títeres como habitantes privilegiados
de la poesía escénica. Porque si de calidad se trata, no hay que olvidar que los títeres
son la poesía, lo cual no quiere decir que todo titiritero sea buen poeta. Y esa poesía de
la imagen que cuando es fruto del rigor imaginario, ejerce sobre el espectador un poder
extraordinario, capaz de convocar asombro y sorpresa, las cuales se vuelven soportes
indispensables de la buena salud del que también debe gozar un buen montaje.
Esa libertad poética que da el teatro de muñecos de escapar a su antojo en sus formas y
colores a la sujeción de lo real, lo coloca en un territorio plástico donde lo imposible
como lo inesperado, invitan a siempre estar inventando. El titiritero si de verdad es un
autentico creador, esto es, un poeta, sabe que tiene que engendrar su propio universo, su propio mito, capaz de dialogar con eso que todos convenimos en llamar lo real. La
forma de concebir esa imaginación técnica tan propia del mundo metafórico de los
muñecos, lo faculta para crear las dimensiones de un cosmos inusual, dueño de
posibilidades y de signos únicos, capaces de reinventar con su mirada la vida de todos
los seres y las cosas.
Otro tanto podría decirse a favor de la calidad en cuanto a lo que instituye en el
escenario en esa relación simbiótica entre el títere y el titiritero, que al cualificarse en la
puesta en escena potencia grados múltiples de la lectura para el espectador, que se
vuelve cómplice de su ficción o de su ilusión de vida. El titiritero es el alma y el títere la
carne de los sueños. Y esa comunión estrecha es el corazón de su rito. Esta visión
orgánica es parte del entrenamiento del actor-animador, que a través de esa práctica
comprende en qué consiste la vida mágica y lúdica del títere, quien irradia una energía
significativa distinta o complementaria a la del actor, ya que si así lo pide el espectáculo
puede valerse poderosamente de las dos presencias, haciendo uso de yuxtaposiciones
relevantes y elocuentes. Este es un elemento bastante enriquecedor del actual teatro de
muñecos que explora con acierto esa veta dramatúrgica y que no se conforma con
separar al títere del titiritero, sino que los articula como parte indisoluble de su poder
imaginario. La anatomía del actor y la del títere no se desprenden y ninguna cede su
protagonismo a la otra, sino que se intercambian su energía en un juego significativo
que recree cada interpretación escénica. Esa dualidad energética se convierte en pretexto
para la dramaturgia y para la actuación, exigiendo el dominio y la versatilidad de sus
diferentes roles y permite al titiritero dejar por momentos de ser dios, para convertirse
también en criatura de su creación. Esa inversión diversifica la escena y dinamiza su
valor y su fusión. De paso dinamitará esa tonta separación o falsa frontera, entre el
teatro de títeres y el teatro de actores que los directores podrán aprovechar a favor de la
imaginación escénica. Y ese dialogo creador posibilitara la apertura a nuevas estéticas
escénicas, donde muñeco y actor le brindan al espectador la recuperación de su infancia
o despertará ese ancestral e inconsciente espíritu animista, que dormita inmemorialmente
en el imaginario colectivo.
Nuestra difícil y endemoniada tarea en esta latitud desde hace ya 30 años, ha sido la de
contribuir a ampliar nuestra historia teatral, luchando a favor del teatro de títeres,
elevando en lo posible su nivel y tratando de colocarlo a la altura artística que se merece, subvirtiendo de paso esta cultura adulta que coloca al niño como un receptor menor y por ello solo le entrega los sobraditos de los exquisitos manjares de la estética en general, que a duras penas conquista a través de nuestra mediocre educación sensitiva en la familia y en la escuela. Por eso somos defensores a ultranza de una sutil pedagogía de la imaginación, para que nuestros muñecos seduzcan con todo su poder mágico y popular, no solo a niños, sino también a jóvenes y adultos que desconocen todavía los alcances gozosos de esta rica tradición.
Epílogo
El dialogo estético se entiende hoy en día en todos los medios artísticos como el fin
oxigenante de todas las hegemonías. Ya nadie quiere dogmas estéticos, verdades de
puño ortodoxas. No hay una sola manera de hacer teatro, la pluralidad nos invita a que
cada uno trate de hacer bien lo suyo, evitando una definición totalizadora llámese
nacional o universal del arte, los géneros y las culturas se mezclan sin temor a los
híbridos. El arte se hace según el estilo que quieran los diversos artistas. Aunque todo
no pueda valer igual, todo se puede discutir y también todo es posible.
El juicio crítico en libertad decide qué expresiones son mejores o no, que otras. Lo
importante es que pueda haber tribunas de pensamiento libre y de debate abierto sin
exclusas. La libertad estética en aras de una armonía no autoritaria, escucha y convive,
tolera la diferencia con el ánimo de construir una utopía creativa razonable. Eso no
significa ausencia de conflictos, tendencias y contradicciones, sino respeto mutuo a
favor de la otredad. Nada más deseable que el arte se exprese y el poder no censuren.
Cada obra podrá ser evaluada en sus propios términos, en su finitud.
El arte puede estar donde uno menos lo piensa y cada búsqueda creativa puede exigir un
esfuerzo especial para descubrirlo. El arte no tiene por qué ser lo que nosotros
suponemos que tiene que ser, ese deber ser, pertenece a una lógica imperativa, a una
estética normativa, a un fascismo de lo bello, que nos priva del poder de inventar
nuestra propia lógica y nuestra propia historia a favor de diversos medios y fines. No
hay filosofía del arte que no se atreva a desafiar y a desautorizar el mismo arte, así como
no se puede cartografiar todo el infinito, el arte es incapaz de dejarse encerrar en un solo
concepto. El arte no necesita camisas de fuerza, porque el arte es libertario, no es
bandera sino viento.
IVÁN DARÍO ÁLVAREZ
“Calidad y diálogos estéticos”
REVISTA TEATROS
15 de diciembre de 2006
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