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Reflexiones en torno a la dramaturgia y “La increíble historia de la nariz del Dr. Freud”

“No será el miedo a la locura

el que nos obligue a bajar las banderas de la imaginación.”

André Breton


En mi larga trayectoria como cofundador y codirector en La Libélula Dorada, llevo más de media vida escribiendo y participando de forma activa y comprometida en todas las instancias de nuestro proceso creativo. Desde muy temprano comprendimos con César que nuestra tarea como titiriteros y como grupo, era generar nuestra propia manera de entender la dramaturgia para el teatro de títeres, la cual se rige por principios semejantes, pero a la par muy distintos a los del teatro de actores.




En nuestros años iniciales de formación, nos empezamos a asomar a la dramaturgia participando en las discusiones al interior del movimiento teatral que, a mediados de los años setenta, giraban en torno a la creación colectiva siguiendo las pautas del TEC de Cali, bajo la teorización del maestro Enrique Buenaventura. En esa atmósfera efervescente nos fuimos nutriendo y realizamos algunos experimentos colectivos, como el que hicimos al interior de la Escuela Nacional de Títeres, dirigida por Carlos Bernardo González y por “El Biombo Latino”, en el Teatro Cultural del Parque Nacional, que en ese entonces, auspiciaba Colcultura. Allí con los compañeros de la Escuela y con la dirección del maestro Gabriel Esquinas, propusimos hacer una obra para niños que girara en torno a la importancia de los sombreros y las relaciones de poder. Esa obra se llamó “Préstame tu sombrero”.


De forma paralela en La Escuela, nuestros maestros titiriteros del Biombo Latino nos incitaron a escribir de manera individual, y fue así como escribí mi primer ejercicio teatral titulado “La rebelión de los títeres”, que junto a “Los héroes que vencieron todo menos el miedo” hasta el día de hoy, es parte infaltable de nuestro repertorio.




Con el relato de esa historia de nuestro pasado puedo observar por el espejo retrovisor, que en mí se encendió la chispa de un futuro escritor. El grato reconocimiento de mis maestros y de mis compañeros, me dio muchos ánimos para seguir intentándolo. Recuerdo que la pequeña pieza fue elogiada y comparada con “Seis personajes en busca de autor” la obra de Luigui Pirandello, un prestigioso dramaturgo italiano, de cuya existencia no tenía ni la menor idea. Así mismo se dijo que el nombre: “La Rebelión de los títeres” también lo había puesto a una obra de su autoría, el músico y pedagogo libertario catalán, Manuel Vinet, refugiado de la guerra civil española y cofundador del colegio Juan Ramón Jiménez.

Fueron todos esos alicientes los que a mis diecinueve años me condujeron a escribir una obra de más largo aliento como “El dulce encanto de la isla Acracia”. Desde entonces ese fuego interior sigue vivo y me ha convertido en el dramaturgo de nuestro grupo.




Cada experiencia creativa ha sido muy distinta. Todo ha respondido a una pasión obsesiva que carece de métodos, más bien se alimenta de la intuición, del misterio, del azar, de las dudas, de lecturas diversas, de unas ganas de gritar sin estridencias y querer balbucear algo frente a las circunstancias personales, o las incongruencias e incertidumbres del mundo.

Tampoco nos hemos adherido a las modas de turno, a una vanguardia. Hemos sido insumisos a las estéticas normativas, a preceptos dogmáticos. A casarnos con un estilo. A copiarnos a nosotros mismos. A reproducir sistemáticamente una sola manera de vivir la experiencia creadora. Siempre hemos entendido que el arte solo puede estar al servicio de su propia libertad, que por nada del mundo puede hipotecar sus alas. Y que para poder alcanzar las cimas de lo bello, debe aspirar a ser altamente poético. Esto se construye con dedicación, hablando poco y estudiando más, con ese sagrado rigor que hace sangrar la imaginación. De esa manera hicimos nuestras las palabras de Vargas Vila cuando en su libro llamado “Libre estética” proclamaba que “separar el arte de la libertad es partir en dos el corazón de la belleza”.


Relato y digo todo esto para mostrar los antecedentes que preceden a mi larga búsqueda e indagación en el campo de la dramaturgia para títeres en La Libélula Dorada. Ese bagaje es el que me ha llevado actualmente a la obra “La increíble historia de la nariz del Dr. Freud”.

Anteriormente a esta pieza, para poder guiarme en el laberinto mental de la escritura solitaria, solía dejarme llevar por una imagen, un sentimiento, una idea vaga de personajes o situaciones, necesitaba antes de sentarme largas horas nalga frente a la hoja en blanco, tener el bosquejo de un mapa imaginario. Este se iba construyendo fragmentariamente con paseos de caminante por la ciudad y anotaciones breves que se iban acumulando en libretas de apuntes, hasta obtener el material suficiente que me proporcionara consolidar una escaleta, esto es, una pequeña estructura dramática muy general que me permitiera sentarme a escribir escenas, acotaciones y diálogos. Una vez hecho eso, volvía a reescribir y pulir hasta poder elaborar un texto que para mí es la hipótesis de trabajo, previa a la puesta en escena. El texto es solo un elemento más de la representación.


Con la nariz del Dr. Freud me llené de una extraña confianza y decidí emprender una nueva aventura, abandonando toda clase de muletas o camisas de fuerza. Empecé a sentir que las escaletas restringían y amordazaban mi imaginación.



En una ocasión un compañero sugirió hacer una adaptación y de esa forma pensar cómo se cruza el puente que va de la literatura al teatro. El cuento señalado por él era “La Nariz” de Nicolás Gógol. El relato por partida doble me emocionó. Por esas casualidades mágicas y sincrónicas de la enigmática vida, había leído un estupendo libro sobre la literatura rusa dónde se hablaba maravillas de Gógol, escrita por mi admirado Pedro Kropotkin, el príncipe anarquista. Además, deseaba encontrar un cuento que tuviese las virtudes inspiradoras propias de las fantasías y criaturas metafóricas que requiere el teatro de títeres.


El personaje de la nariz me resultó cautivador, pero de entrada me resistí a querer hacer una adaptación fiel al cuento. Decidí más bien robarme la nariz y el hecho fantástico de que está rehuía a su dueño. Ese fue mi punto de partida pero la verdad no sabía qué camino debería tomar. Después de permanecer frente al vacío de la hoja en blanco, me acorde de una biografía sobre el Dr. Freud, escrita por un discípulo inglés cuyo nombre es: Ernest Jones. En ella relataba como Freud en su juventud luego de culminar sus estudios de medicina había pretendido para salir de la pobreza y poder casarse con su prometida Marta, realizar unos estudios farmacológicos y terapéuticos sobre la cocaína que no había sido por aquella época lo suficientemente analizada y que él esperaba fuesen sus estudios revolucionarios y de paso lo catapultaran a la fama. De esa manera empezó a consumir con entusiasmo y escribir ensayos rigurosos sobre sus efectos en su propio organismo. Todo esto lo hacía con el más juicioso rigor científico. Incluso no solo la consumía, sino que se la recomendaba a su novia para que se pusiera rozagante, ya que por esa época padecía de decaimientos físicos. Por otra parte le insinuaba en sus cartas de novio, que el vigor y la alegría que le generaba su habitual consumo, al parecer, sexualmente lo ponía como un toro.


Freud llegó a publicar un libro donde insinuaba el gran poder anestésico del alcaloide con varios artículos de carácter científico y académico que, de inmediato, provocaron serias discusiones en la comunidad médica.


Desafortunadamente un colega suyo, el Dr. Fleischl investigando patologías anatómicas contrajo una infección en su dedo pulgar al entrar en contacto con un cadáver, el cual se le hubo de amputar. Eso le produjo un tumor pavoroso que le suscitaba operaciones continuas y dolores terribles que sólo podían ser menguados transitoriamente con morfina, pero el consumo de esa droga con el paso del tiempo se va volviendo inocuo frente a la dolencia y toca aumentar las dosis, hasta volver adicta a la persona. Freud al ver los padecimientos y la muerte lenta de su amigo, creyó encontrar la perfecta solución recetándole el consumo de cocaína. En efecto Fleischl pudo dejar la morfina, pero termino volviéndose adicto a la cocaína hasta terminar muriendo de una sobredosis.


El fatal acontecimiento y la tormenta que desataba entre sus colegas con sus artículos en torno al uso clínico de la cocaína, lo fueron derrumbando hasta finalmente desistir y abandonar sus experimentos. De forma paradójica, otro médico, al cual había sugerido utilizar la cocaína como sedante para un tratamiento para los ojos término patentando el descubrimiento y volviéndose famoso.


Esa historia me pareció fascinante en la vida de Freud y se volvía parte importante de mi intención dramática. Me daba cuenta con sobrada ironía que yo no sólo vivía en el paraíso del oro blanco, sino que tenía también en mis manos un pretexto extraordinario, protagonizado por una nariz monumental para la historia de la psiquis de la humanidad. Si algo puede acabar con sobrada contundencia una nariz es el vicio desmesurado de la cocaína, que termina finalmente divorciada de su dueño. Me acordaba que de un reconocido cineasta caleño que se ufanaba con sorna de su feroz apetito provocado por el postre de ñatas, se decía que no lo iban a enterrar en una fosa común, sino en una fosa nasal. El mismo con su provocador y singular humor afirmaba jocoso que “no le gustaba consumir marihuana, porque enseguida se le olvidaba donde había dejado la cocaína”

Fue así como pensé que mi historia estaba servida. No hice escaleta alguna sino que empecé a escribir febrilmente. Cada quince días entregaba para el taller una o varias escenas. Mis compañeros desconcertados no sabían lo que iba a pasar, la verdad es que yo tampoco. Pero me olía desde un buen principio que la historia increíble de esa famosa nariz abonada por sus posesivos celos, algún día tal vez lejano, a un buen puerto me conduciría.


Iván Darío Álvarez Escobar

Noviembre de 2019.




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Unknown member
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