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Seis décadas a bordo del expreso del tiempo

Iván Darío Álvarez


Los 60 años de vida y los 35 de actividad titiritera que celebramos, de inmediato me devuelven al pasado de la existencia de mi hermano César, pasado del que yo he sido su consanguíneo testigo, exceptuando los seis años que me lleva de ventaja. En ese viaje que implica oír con atención el eco de los pasos, me transporto en el tiempo a Fontibón, lugar donde nuestra infancia y juventud fueron el escenario de los primeros sueños, en medio de circunstancias familiares que le señalarían una ruta y ahora una vocación irrevocable a nuestras vidas, y tanto, que me hace decir, con pasión hedonista, que a esta hora del partido ya es prácticamente imposible inventarse una nueva forma de hacer el amor.


De ese paisaje pueblerino al que me remonto, recuerdo como imagen nuestra casa cerca a la estación del tren. Ese ulular mecedor es un sonido que ha quedado instalado en el mundo de los recuerdos familiares y mis primeras lecturas placenteras. Me remito a ese momento porque no he podido olvidar que en la calle principal de ese pueblo, César, con apenas 10 u 11 años, sacaba un largo banco de madera e instalaba una cuerda extendida donde colocaba y luego alquilaba su más querida colección de comics, todo esto sucedía en una época donde los cuentos, como así los llamábamos entonces, eran para nosotros los infantes, uno de nuestros más codiciados tesoros. Esa iniciativa suya me permitió conocer a mi más viejo y querido amigo Josué, al que yo podía distraer mostrándole aquellos cuentos para poder montar en su bello y apetecido triciclo. Así es que mi primer viaje en triciclo se lo debo a César.


Al poco tiempo, su idea fue copiada, y en Fontibón a algunos metros de nuestra casa nació una inmensa cuentería, que sospecho hizo fracasar la suya, porque todos los niños de ese barrio y de muchos más, incluyéndome a mí y a mis amigos, nos fuimos en bandada para allá.


César Santiago e Iván Darío Álvarez

Igual, después nos mudamos para una gran casa, propiedad de una tía, que tenía un gran y fabuloso solar. Ese espacio con algunos árboles de pino y de brevas, fue nuestro hábitat de juego, con columpios y poleas que nos hacían viajar como Tarzán de un a árbol a otro, y donde espadeábamos con improvisados palos de escobas e imaginarios barcos de piratas, inspirados por una famosa serie de televisión, cuando esta todavía era en blanco y negro. Eso transcurría entre gallinas y perros bóxer, que eran nuestras habituales mascotas.

Ese patio de nuestros recreos y de nuestros juegos comunes, fue también territorio de campos de batalla, donde inspirados por otra serie televisiva de guerra, que se llamaba “Combate,” nos lanzábamos pequeños terrones de tierra que simulaban granadas, por supuesto, como él tenía mejor puntería, yo siempre perdía y salía llorando , pero un día no cogí del suelo el acostumbrado terrón de tierra, sino, una piedra maciza y ambos nos disparamos al mismo tiempo, dándonos justo en la cabeza, pero mientras yo me moría de la risa, el pobre César se retorcía de dolor, porque le había roto la cabeza. Y luego tuve que huir asustado a encerrarme en el baño, porque mi papá con el cinturón en la mano me quería romper a mí otra cosa. Así de inocente y lúdica fue el comienzo de nuestra relación.


Luego, en los umbrales de la adolescencia si vinieron combates más rudos y trágicos, porque la existencia nos puso a prueba con la muerte de nuestra madre, quien murió de cáncer. En aquel entonces, César tenía 15 años y yo 9, y ese mortal hecho cambio radicalmente nuestras vidas, pero también estrecho para bien o para mal, el lazo entre todos nuestros hermanos. Mi hermano mayor, Rodrigo, trato de cobijarnos a todos. Ese fue mi primer gran ejemplo de sacrificio y solidaridad frente a lo adverso. Mi hermano Rodrigo, siendo aun muy joven, quiso suplir la muerte de mi madre y la fatal ausencia de mi padre, quien encontró refugio en elíxires festivos y melancólicos, hasta que esos ires y venires de la vida, también nublaron sus ojos, hincharon sus pies y vencieron su corazón, 6 años después. La muerte es cruel, pero enseña a amar más la vida.


Una vez, queriendo entender la muerte de mi madre, pregunte a César por la existencia de Dios, ya que yo guardaba la secreta esperanza de poderme encontrar con ella un día inesperado en el cielo, como así me lo habían asegurado con ferviente fe nuestras tías. Recordaba a mi mamá por su indeclinable religiosidad católica, tanto que estando niño, no podía perdonarle que me llevara obligado todos los domingos a la misa temprana de las 6. César, antes de responder me miro con profundo escepticismo y afirmó sin vacilar: “que si Dios verdaderamente existiera, no hubiese permitido que mi mamá, de forma tan tortuosa muriera”.


César Santiago Álvarez

Con el tiempo ese gusano de la duda se fue incubando, y más tarde me condujo a la herejía, cuando deserte de mi primer intento de forjar desde las fuentes de un cristianismo primitivo, una utopía circense. En esa travesía espiritual que me condujo a Europa, César me acompañó en la distancia con sus devotas cartas, que para mi eran esperadas con inquietud, alegría y ansiedad, porque me mantenían unido a Colombia y a mis otros hermanos, pero en especial a él, a quien amaba como a ninguno.


Creo que de mi hermano Rodrigo, debo mi profundo amor por la lectura, su biblioteca se convirtió en un imán irrenunciable para mi imaginación, Verne, Stevenson y Salgari, como una tribu de la ficción, incendiaron mi deseo de viaje y aventura, pero también debo agradecer, que una vez César, al colocar en mis manos un ejemplar de “Los hermanos Karamasov” de Dostoievski, depositó en mí un arsenal de pensamientos críticos, gracias a este escritor, empecé a vislumbrar el espinoso entramado psíquico del ser humano, los misterios del alma, las guerras interiores, el permanente combate consigo mismo, en ese libro Dostoievski decía “todos somos monstruos, todos somos crueles, todos hacemos llorar a los demás”. Desde entonces no he podido olvidar esa voz ética, que exploraba con insistencia y talento la confusión de nuestro tiempo. Y de la mano de ese fabuloso escritor, vinieron otros mas como Sartre, y también movimientos festivos como el Hipismo, que por fortuna le puso música a nuestras angustias y a nuestros sueños rebeldes. Y ese sueño de una generación, mas tarde lo sentí viva y vibrante en Ben-posta, mi utopía circense, convirtiéndose en la práctica en ese modelo hippie de esa gran comuna que paradójicamente me llevo a volverme radicalmente ateo, pero que por igual me encontró sensible para desear otras cosas de vuelta a Colombia, y buscar junto a César, para seguir construyendo en esa dirección, y fue así como en el parque Nacional, gracias al teatro y los títeres del Acto y el Biombo Latino, pudimos continuar la misión de mi hermano Rodrigo, de crecer solos, ya sin él, pero bajo el embrujo del espíritu libertario del arte, que tenía por suerte una mirada iconoclasta y burlona de fantoche, así se fundó está rebelión de los títeres y este hermoso templo teatral donde ahora estamos, y donde los sueños ya no son sólo de nosotros, sino de una larga fila de otros, que continuamente acuden a esa misteriosa cita. Esos múltiples rostros tienen cara de niños y niñas, de jóvenes y viejos.


Sin duda ese sueño ha costado, pero si la Libélula es hija de la imaginación desbordada de una generación y si la imaginación es también hija de las musas, entonces ellas son hijas de la memoria. Memoria de los 35 años de dos utópicos libélulos dorados ahora plateados, que a pesar de las dudas, las crisis y los avatares propios de la vida, persisten en ese aquí y ahora. Un aquí y ahora que suma más de la media vida de un César hippie y sesentero a quien hoy todos celebramos. ¿A qué hora pasó tanto tiempo? No lo sé, pero si sé, que lo que se ha vivido, se ha vivido intensamente y que la lucha continua, porque la imaginación no se rinde.


César Santiago e Iván Darío Álvarez. Foto de Carlos Duque

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